En las encuestas del CIS, la corrupción, después del desempleo, es la principal preocupación de los españoles. Y si tenemos en cuenta el último estudio sobre percepción de la corrupción de Transparencia Internacional, se explica esta preocupación, pues España ha empeorado su clasificación sobre esta cuestión. Las noticias sobre los distintos casos de corrupción son el reflejo de una situación que resulta injustificable en una democracia.
Los efectos de la corrupción son evidentes. Amén de una clara ineficiencia en la gestión de fondos públicos, es una pérdida de competencia que afecta a la solvencia cualitativa del sector empresarial. Sin competencia real, la ejecución de obras, la adquisición de bienes o la prestación de servicios resulta más costosa para el erario y deja al descubierto una importante desviación de recursos públicos. En tiempos de crisis son muchos más visibles estos
efectos, que provocan una evidente (y muy justificada) desafección ciudadana. La Unión Europea es abiertamente combativa contra los supuestos de corrupción.
Por ello, desde las instituciones europeas se insiste en la necesidad
de una actitud proactiva contra las prácticas corruptas en
tanto puede ponerse en riesgo la competitividad. Pero junto a esos
efectos nocivos sobre la economía o la eficiencia de recursos públicos
(siempre escasos) hay un efecto especialmente perverso,
pues la corrupción afecta a la credibilidad política del sistema y,
por ello, a la propia democracia.
No es tiempo para el conformismo. Es necesario superar el estado de indolencia o resignación para, de forma decidida, corregir el problema de la corrupción en España (especialmente intenso en la contratación pública). Y para ello no es suficiente una regulación reaccional de carácter penal (mediante la tipificación como ilícita de la información privilegiada, cohecho, tráfico de influencias, fraudes y exacciones ilegales, negociaciones prohibidas a funcionarios públicos), pues, siendo imprescindible, no previene ni lamina las conductas corruptas. Es necesario prevenir la corrupción de forma activa mediante medidas encaminadas a la existencia de una mayor y mejor transparencia y su lógica de la rendición de cuentas (sirva como ejemplo la iniciativa de Transparencia Internacional y el Observatorio de Contratación Pública ‘contratos-publicostransparentes.es’), a reforzar y ampliar los sistema de control preventivos independientes y especializados, sin límites de importes, rediseñar las funciones de fiscalización de tribunales de cuentas, para dotarlos de competencias ejecutivas, a regular las actuaciones de los grupos de presión y las puertas giratorias, etc. Y también es necesario invertir en políticas educativas que pivoten sobre el valor de la integridad, y en una política pública que ponga el acento en la mejor capacitación y reconocimiento de los empleados públicos.
Sin embargo, las respuestas que
se están dando resultan decepcionantes, pues se encuentran siempre excusas para no impulsar el proceso de regeneración democrática, y la lucha contra la corrupción se pervierte en una lucha de agravios o intereses políticos.
Por otra parte, se utiliza el fácil e indebido argumento de que muchas de las medidas de prevención implican mayor burocracia y mayor gasto, lo que avala la
tendencia de no corregir las disfunciones y justificarlas como un
mal estructural necesario para preservar la eficacia administrativa.
Y así se limitan los controles, se recorta en la formación para
una necesaria profesionalización o se flexibilizan reglas jurídicas a
través de entes con forma privada para eludir los principios públicos
inherentes a la buena administración. La visión presupuestaria
del gasto se utiliza para impedir medidas que son en todo caso
inversión tanto en la lógica de la eficiencia económica como en
lógica de la calidad democrática.
Sin un sistema integral de control
preventivo rápido, eficaz e
independiente, sin una inversión
en capacitación y formación (y
reconocimiento) de gestores públicos,
sin una verdadera política
activa de transparencia y de rendición
de cuentas no podrá avanzarse
en la nueva cultura del buen
gobierno ni poner en marcha, en
palabras del profesor Rothstein,
el ‘big bang’ anticorrupción que
necesita ahora nuestra sociedad
Ojalá nuestros políticos entiendan
este mensaje y, frente a tradicionales
inercias y a la autocomplacencia,
avancen convencidos
en la línea indicada (junto con el
valor de la ejemplaridad y la ética
pública en las actuaciones de
los poderes públicos) para impulsar
un efectivo pacto por la regeneración
democrática y la prevención
de la corrupción en España,
que mire al futuro y que
permita asentar y legitimar nuestro
sistema institucional público.
José María Gimeno Feliu
Catedrático Derecho Administrativo. Universidad de ZaragozaPresidente del Tribunal Administrativo de Contratos Públicos de Aragón.Director del Observatorio de Contratos Públicos